Una semana después de Navidad, y al día siguiente de la fiesta de la Sagrada Familia, en este primero de enero de 2007, aquí estamos otra vez reunidos cerca del nacimiento. Ya en las navidades y con motivo del Año Nuevo (hasta el 31 de enero, según dicen) tenemos la oportunidad de intercambiar votos con la gente a la que queremos… más o menos sinceramente… más o menos. Los políticos y eclesiásticos, el banco donde depositamos nuestros ahorritos, los periodistas y los presentadores de programas televisivos, todos emplean lindas fórmulas. Los regalos, eso puede costar caro. Los votos, incluso los « mejores », no cuestan nada o, si acaso (y cada vez menos ahora que tenemos Internet) el precio de una postal y de un sello. Nos empeñamos en inventar bellas frases, con una multiplicación de adjetivos, de superlativos : una verdadera inflación, un fuego artificial, como los que pudimos ver a las doce de la noche, ¡ pero barato ! Como lo decía el cardenal Martini en una de las homilías de Navidad, nosotros hablamos de votos sinceros, cordiales, muy cordiales, fervientes, muy fervientes ; los superlativos traicionan la precariedad de las emociones, la distancia que separa las palabras de los sentimientos que realmente quisiéramos expresar. Formulamos votos muy lindos de salud, de paz, de felicidad, pero a menudo ocurre que nuestras lenguas traicionan la conciencia que tenemos de que estas lindas palabras son efímeras. Por decirlo así, tenemos la impresión, muy molesta de entregarnos a cierto formalismo verboso. Y nosotros nos preguntamos de dónde viene esa tensión, típica de las grandes celebraciones, entre la necesidad ansiosa de expresar votos y sentimientos poderosos y, en cambio, el pudor, valga decir el miedo, que nos hace dudar de la sinceridad o incluso de la cortesía de esas fórmulas.
Hablamos incluso de « votos piadosos ». Son votos sin esperanza de cumplimiento… En los votos, dirigidos este año a sus feligreses por Monseñor Méranville, el arzobispo de Martinica, hallamos cierto eco de lo que decía el ex-arzobispo de Milán en 1990 :
En umbrales del año nuevo 2007, intercambiamos votos. No se trata sencillamente de respetar las conveniencias. Pues, más allá de su formalismo, estos votos expresan sobre todo nuestro deseo de ser felices. Y ya que ignoramos lo que nos reserva el año que está empezando queremos, por decirlo asi, conjurar la mala suerte. Bien sabemos que los deseos no tienen eficacia mágica. No basta con expresarlos para que se cumplan. Sin embargo, expresándolos nos entregamos a su poder de autosugestión. Es una especie de Método Coué.
Anoche pudimos oirlo repitiendo estas palabras por televisión. Las mismas advertencias se encuentran en su carta a los curas :
Esos votos y esos deseos repetidos año tras año pueden parecerse a simples trámites. En efecto, año tras año, las cosas y la vida parecen empeorar cada vez más. Nos amenazan a todos la contaminación del derrotismo y la tentación de bajar los brazos.
Decididamente, ¡estos son dos análisis muy sombríos de la tradición de intercambiar votos en las Navidades y para el nuevo año! No debemos dejarlos de lado con tanta facilidad. Tengamos, más bien, el ánimo de recibirlos con serenidad para sacar provecho de ellos. Tengamos “el ánimo de tener miedo” (M. D. Molinié). Ese miedo que intentamos exorcizar con mucha torpeza, de manera casi irrisoria, con nuestros votos, no la neguemos, no la huyamos. ¡Mirémosla de frente! Es verdad que “somos una generación traumatizada por tantos choques”, tantas incertidumbres. Y hoy la mortificación es más necesaria y más saludable no es la de la carne por cilicios, flagelaciones. Es la mortificación de la confianza, del abandono a la Providencia.
Cuando nació Jesús, la Virgen María y San José tuvieron que pasar muchas privaciones. Pasaron frío. Pasaron hambre. Pero lo más difícil, lo más exigente para ellos era abandonarse con confianza al Padre. María se convirtió en la Madre de Dios diciendo « fiat » en el momento de la Anunciación, pero este « fiat », ¿cuántas veces tuvo que repetirlo caminando por el sendero angosto y empinado de la voluntad de Dios a lo largo de su vida ?
San Francisco de Sales, a quien llaman justamente el Doctor del abandono, ve en la actitud del mismo Jesús una escuela del abandono cristiano. Este abandono no es sencillamente el abandono de los musulmanes, ni incluso la resignación de Job en el Antiguo Testamento. Es el abandono del que está bautizado en la sangre de Jesús. El 1° de enero de 1931 (tenía 28 años y estaba paralizado desde la adolescencia, acurrucada en su pequeño sofá) Marthe Robin mandaba apuntar en su diario :
¿Qué me reserva este nuevo año ? Lo ignoro y no quiero saberlo tampoco. (Si todo el mundo dijera lo mismo, ¡se acabarían los horóscopos y las “pitonisas”!) Me abandono al socorro que nunca me faltó. Mi primer pensamiento es un grito del corazón: “Dios mío, bendito sea por todo lo que usted me pide. Lo acepto todo, me gusta todo.” El que es la Fuerza ayudará, envolverá mi debilidad. Lo que importa es no querer nada y aceptarlo todo, no pedir nada, quererlo todo. Es el “fiat” renovado de cada día... es la ascensión dolorosa pero alegre, sin parar o sin regreso... es amar cada vez más bajo el sol del amor divino. (...) Me abandono con toda sencillez y amor en Jesús misericordioso. Conoce mejor que yo todas mis necesidades y todo lo que Él necesita. Que eso me baste. No echar nada de menos, de lo que fue o no fue, nada es inútil, todo sirve de algo. Bendigo y bendeciré a mi Dios por todo lo que soy, todo lo que hice o más bien todo lo que hizo por mí… para mí.
Se habla mucho de compromiso, hoy en día. Se dice : « Hay que comprometerse, el cristiano debe comprometerse ». Ahora bien, según escribe el Padre Molinié, un viejo cura dominicano :
La única manera correcta de invitar al compromiso no es alabando al compromiso (…) sino al objeto por el cual uno se compromete (…) El verdadero comprometido no habla de su compromiso. Habla de su tesoro, de la realidad que cuenta para él. (…) Los que se aferran a la naturaleza humana, a lo que queda de bueno y de sólido en el hombre, se apoyan, a mi parecer, en arena. La generación actual experimenta tanto cuestionamiento, tanto desamparo, tanto derrumbamiento de lo que más sólido le parecía, que desde un punto de vista humano ya no hay salvación posible. El equilibrio nervioso está demasiado afectado, ya no sabemos lo que quiere decir ser fiel a una palabra, a una promesa…
Lamentar todo eso es algo estéril. Si amáramos de verdad a Jesucristo nos alegraríamos de que ya no quede más solución, pero que esté Él, el Salvador. Es la buena manera de ser modernos, y es la única. Aunque se dejan engañar por espejismos, los jóvenes reclaman realidades. La única que podamos brindarles es el amor de Dios. Cuando ya no hay nada que hacer desde un punto de vista humano, es lo único que podemos dar. Si no lo tenemos, no tenemos nada, nos merecemos ser barridos, pisoteados. Es verdad frente a los moribundos, a los enfermos, a los prisioneros, a los que lo perdieron todo, a los desesperados en general. Es verdad, en definitiva, para la generación actual. Si queremos ser “actuales”, no debemos apegarnos a los valores humanos que van a pique, por buenos que sean. (…)
Jóvenes o ancianos, si no avanzamos hacia el Salvador y su gracia, ya no tenemos nada. Siempre es un error apegarse a valores humanos, pero hoy en día es algo mortal porque se están derrumbando. La peor manera de ser « de su tiempo » es siendo humanista. Hay épocas en que es posible, en que no es catastrófico. Es, después de todo, un buen camino el empezar queriendo al hombre en su verdad, para elevarse progresivamente hacia el Reino. Pero hoy en día, tal vez sea un ensueño peligroso pues exime de buscar el verdadero remedio. Esta generación desequilibrada no será « humana » : será divina o demoníaca, sobrenatural o descompuesta.
Esta es una opinión que no oímos todos los días, y mucho menos un primero de enero. Son palabras vigorosas, que conmueven. Pero, era importante para mí decírselas hoy. Las confío a la intercesión de la Madre de Dios, que también es nuestra madre. La vocación del cura es darles a Jesús como él sólo puede dárselo. Pero no es la única manera. María no era cura. José tampoco. Nos dieron a Jesús y nada más, cumpliendo con su deber de esposo y esposa, de padre y madre, de carpintero y mujer de hogar, con fidelidad, hasta el final.
Entonces, por su intercesión, y con toda la Iglesia, roguemos y pidámosle a Dios, no como todo el mundo : « salud, sobre todo », sino como nos lo enseña la liturgia : sobre todo la fidelidad al Evangelio :
Dios que eres la vida sin principio ni final, te encargamos este año nuevo ; quédate con nosotros hasta su término : que sea para nosotros, por tu gracia, un tiempo de alegría, y más aún, un tiempo de fidelidad al Evangelio (oración de la misa para comenzar un año).
Traducido por Jean-Louis Joachim